El Salvaje Oeste motorizado

Imaginen por un momento que sueltan a todos los pacientes recluidos en un enorme manicomio. Pero antes de dejarlos salir, a cada uno le entregan la llave de un automóvil y le piden que se lance en él, con la mayor velocidad posible, por las calles. Con toda seguridad, los dementes al volante cometerían todas las infracciones imaginables, y los accidentes y los muertos estarían a la orden del día.

Ese utópico cuadro podría ser una buena descripción de lo que es el tránsito hoy día en la ciudad de Miami. Con una ligera diferencia: aquí, aunque existan choferes locos, son una minoría. La mayoría de los que tienen un volante en las manos están cuerdos y muchos de ellos violan las reglas de manera consciente, de a porque sí. “Las reglas se hicieron para burlarse de ellas”, pareciera ser la consigna de un sinfín de choferes para quienes no hay diferencia entre conducir un auto por una pista de carreras o por una calle de una zona residencial, por un expressway o por un estacionamiento. Si a eso sumamos la cantidad de gente a la que uno no entiende cómo diablos pudieron darle una licencia de conducción, el panorama es de película de terror.

Por un extraño mecanismo óptico, quizás por un efecto aún no estudiado de los rayos solares, numerosos choferes de Miami suelen interpretar mal las señales de velocidad y aumentan en diez o veinte las millas por minuto que estas indican. Así que, para ponerse a tono, aprendan la lección: donde vean una señal que dice que la velocidad máxima permitida es de 30 millas, interpreten que dice 45; si dice 45, la aumentan a 60, y así sucesivamente.

¿A dónde irá la gente con tanta prisa?, me pregunto muchas veces. Si fueran a firmar un contrato que les reportará un millón de dólares o a apagar una hornilla que dejaron encendida, entendería su desesperación por pisar el acelerador. Pero para llegar a sus casas, ponerse unas chancletas y repantingarse en un sillón a ver un programa de chistes malos en la televisión, lo mismo da llegar diez minutos antes que diez después.

¿Se acuerdan de esas luces que tienen los autos en sus extremos posteriores, llamadas “indicadores”? Sí, esas que supuestamente deben activarse cuando un chofer va a cambiarse de senda o va a doblar una esquina… Bueno, si residen en Miami y no se acuerdan de ellas, puedo comprenderlo. Es lógico, pues aquí ya casi nadie las utiliza. Son cosa del pasado. No exagero: hagan el ejercicio de observar cuántos conductores se toman la molestia de hacer esa simple señal lumínica para alertar que van a cambiar de vía y les sorprenderá constatar que cada vez son menos. Eso lo obliga a uno a conducir tratando de “adivinar” qué maniobras harán los misiles sobre ruedas que tiene delante.

Algo que me desconcierta mucho es el enojo y la exasperación que ponen de manifiesto algunos choferes cuando no vas a la velocidad que ellos quisieran que fueras o cuando cometes el sacrilegio de pasarte para “su senda” y caes delante de ellos. Es como si la calle perteneciera a los superchoferes, y uno formara parte de una subespecie rodante que, a regañadientes, es tolerada en las vías.

Y no hablemos de los motociclistas que se divierten haciendo eses entre los demás vehículos, a una velocidad escalofriante, sin que nadie les ponga freno. Yo los bauticé como “los salagentes”. Me parece muy bien que arriesguen sus vidas en las autopistas si así se les antoja, pero, ¿quién les da derecho a disponer de las vidas de los que no tienen interés en morirse en un accidente?

Ser peatón en Miami –una urbe particularmente hostil con los transeúntes– es una condición muy peligrosa. Cruzar algunas avenidas, aunque tengan semáforos, puede llegar a convertirse en una suerte de acto suicida. Y no hablemos de caminar por sus aceras mientras los vehículos pasan como bólidos a escasos metros de distancia. No es casual que en las aceras y las paradas de autobuses de la ciudad proliferen las señales que recuerdan que en esos lugares murieron transeúntes atropellados. Pero los choferes imprudentes parecen indiferentes a su significado. De otro modo, no seguirían escribiendo mensajes de texto o maquillándose los ojos mientras manejan.

Antes me consolaba pensando que entre la violación de las reglas del tránsito y la estulticia había cierta correspondencia, una relación proporcional. Pero no es así: cuando de timones y aceleradores se trata, el coeficiente intelectual no hace la diferencia. La agresividad, la displicencia y la falta de cortesía son males cada vez más generalizados entre los conductores, sin importar su coeficiente de inteligencia. Entiendo por qué una amiga que vive en la costa oeste me dijo: “Yo soy capaz de manejar en cualquier lugar de Estados Unidos, menos en Miami”.

Quizás al leer estas líneas, algunos piensen que estos problemas existen también en otras muchas ciudades del mundo. Probablemente. Pero eso, lejos de resultar un consuelo, es un motivo adicional de preocupación. Tal vez se trate de una pandemia universal a la que aún no se presta la atención que merece…

En fin, que dentro de unos minutos debo subirme a mi Toyota y salir a hacer una gestión. Lo que puede traducirse como: me preparo para poner mi vida en riesgo en este Salvaje Oeste motorizado que es Miami. Debo manejar unas dos millas, sumando la ida y la vuelta. Un trayecto breve, pero más que suficiente para coincidir con decenas de potenciales Terminator que se desplazan en motos, automóviles, camionetas, camiones y autobuses. Con el favor de Dios y de todos los santos, espero sobrevivir y regresar a casa, una vez más, sano y salvo. Deséenme suerte.

4 thoughts on “El Salvaje Oeste motorizado

  1. Eso de “nacer de nuevo” me parece la mejor solución. Ay, AO, todo el salvaje oeste asalta mi automovil cuando no tengo más remedio que conducir, nada, que frente al timón levanto las manos y me rindo. Las calles ganan, y como soy agorofobica, estoy a salvo. Gracias por hacernos pensar.

  2. Querido escritor, toda la suerte del mundo, ya que quiero seguir disfrutando de sus comentarios tan contingentes. De paso le sugiero que se compre un casco de seguridad y todos los implementos considerados a la hora de conducir una moto, para mayor seguridad, digo yo.
    Bromas aparte, es una pena y esto no es sino el fiel reflejo de la educación que desarrollamos en el convivir diario, donde impera la ley del más fuerte, ¿qué podemos hacer’, ¿nacer de nuevo?.
    Siento que ha dado el pie inicial, pues la única forma de que quienes tengan que hacerse cargo de la situación tomen conciencia de la situación, es a través de la manifestación pública de los ciudadanos de los problemas que les tocan.

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