El arte de malgastar

Cuando me entero de los precios de algunas cosas que se venden por ahí, me quedo atónito. En Nino’s Bellissima, un restaurante de New York, tienen en el menú una pizza con langosta y seis variedades diferentes de caviar. Me pregunto cuántos querríamos –o podríamos– pagar los ¡mil dólares! que piden por ese plato.

Me imagino que los excéntricos dispuestos a desembolsar esa cantidad de plata por un redondel de pan de 12 pulgadas de circunferencia, no tendrían reparos en irse buscar el postre a Serendipity 3, un conocido “café boutique”, también de Manhattan, que ofrece a sus clientes un sundae llamado Golden Opulence, servido en una copa de cristal de Baccarat. ¿Precio? Otros mil dólares. Lo que le da el toque de distinción a este sundae es que lo sirven adornado con hojas de oro comestible de 23 kilates. ¿Una locura? No para el jeque Hamdan bin Mohammed bin Rashid at Maktoum, príncipe heredero de Dubai, quien hace poco pidió uno y lo pagó en efectivo con una parte del “dinero de bolsillo” que llevaba encima en ese momento.

¿Parece increíble? Pues hay muchos otros ejemplos de lujos inauditos. Por ejemplo, la compañía Bling H20, con sede en Dandridge, Tennessee, sacó al mercado una botella de agua llamada The Ten Thousand, que lleva incrustados diez mil cristales Swarovski. Las botellas cuestan 2.600 dólares cada unidad y solo se venden, por encargo, en la tienda Harvey Nichols de Dubai. Claro que, como no todos pueden pagar esa suma, Bling H20 comercializa botellas más asequibles, que cuestan unos 50 dólares y tienen una decoración más discreta. Pero, caramba, por muy pura que sea el agua y por muchos cristales Swarovski que tengan los envases, no es más que agua… ¡y los cristales no se comen!

¿Qué tipo de gente paga por estas excentricidades? La misma que no duda en desembolsar 52 dólares por una botella de cerveza de la marca Tutankhamen Brew, fabricada en Escocia según una antigua receta que –eso dice la publicidad, a mí me suena a puro cuento– unos arqueólogos hallaron en un templo de Egipto. Su producción es limitada y las botellas hasta vienen numeradas.

Aunque entre gastar y malgastar exista una diferencia que algunos parecen no distinguir, no le critico a nadie que, si le da la gana de hacerlo, gaste 138 mil dólares comprándose un cachorro de león albino en Sudáfrica o tenga en su escritorio la silla de 65 mil dólares que creó un famoso diseñador iraní pensando en los traseros más exigentes.

Sin embargo, no puedo evitar que algunas preguntas me vengan a la cabeza. Por ejemplo: ¿cuántos días podrían haber comido todos los habitantes de una aldea de África con los 62.446 euros por los que se vendió cada uno de los ositos de peluche con dentadura de oro y ojos de piedras preciosas que la compañía alemana Steiff produjo para conmemorar su 125 aniversario? ¿Cuántos libros se podrían haber comprado para las escuelas de un país pobre con el dinero que algunas personas invirtieron en esos ositos? Pero no sigo, porque nada más lejos de mi intención que convertir esto en un panfleto sobre los “vicios” y la “decadencia” del capitalismo.

Y es que hoy estoy escribiendo estas líneas, pero… ¡quién sabe! Quizás mañana tenga 50 millones de dólares en mi cuenta bancaria, me contagie con el virus del despilfarro demencial, adopte ese comportamiento que hoy me resulta incomprensible y absurdo, y siga el pie de la letra el viejo refrán que dice: “Dinero en la bolsa, hasta que no se gasta no se goza”.

Tal vez, en mi etapa de millonario, me dé por comprar el modelo de “ratón” para la computadora que lanzó la compañía suiza Pat Says Now, hecho de oro blanco de 18 quilates y adornado con 59 diamantes. Después de todo, por internet lo venden a solo 23 mil dólares, una suma risible para un flamante nuevo rico.

O puede que me anime a encargar la caja de bombones más cara del mundo, que vende la compañía de chocolates Lake Forest Confections y que trae dentro una colección de diamantes azules, esmeraldas y zafiros de Simons Jewelers. ¿Que cuesta más de un millón y medio de dólares? Bueno, ¿y? Después de pagarla, todavía me quedarían 48 millones esperando que los destine a cualquier otra excentricidad por el estilo…

O puede que no. ¡Confío que no! Espero que no me dé por malgastar el dinero en pizzas o helados de mil dólares; espero conservar el sentido común y destinar la plata a cosas más útiles e importantes.

El problema es que para poder saber con certeza cómo me comportaré, primero debo volverme rico, y la única probabilidad que tengo de lograrlo es ganarme la lotería de la Florida. Conclusión: debo comprarla dos veces a la semana. O al menos una. Pero siempre me hago el mismo propósito y después se me olvida… Si sigo así, me temo que nunca seré millonario.

5 thoughts on “El arte de malgastar

  1. hola acabo de enterarme de tu blog y la verdad es que me parece muy bueno, aqui tienes un nuevo lector que seguira visitandote.

  2. Terrrible que el ser humano pueda llegar a esos estremos en la vida, es una reaccion mental que se confunde con la felicidad yque resulta muy efimera, solo dura mientras nos comemos esa excentricidad, o nos ponemos ese trapo o zapato super caro,pienso que la mente puede atrofiarse en un mundo material en donde los sentimientos nobles no tienen cavida

  3. Tu sabes que despues de leer tus reflexiones estoy pensando que siempre durante toda mi vida he querido tener algo que no puedo tener por alguna litacion economica, creo que eso le pasa a todos mis amigos, familiares y conocidos, Y sabes que, creo que saber que puedes tener todo lo material que quieras en el mundo debe convertirte en un ser vacio, ya no quiero sacarme la loteria, quiero seguir teniendo deseos.

  4. La verdad de los muchos artículos que he leído este año es uno de mis preferidos, bien escrito, documentado y con el estilo conversacional y ágil de Antonio que tanto gusta. En cuanto al uso de todo ese dinero mal destinado, prefiero donarlo a la gente pobre, y yo solamente comprarme una casita para pasar mi futura vejez, por supuesto rodeado de libros.

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