Recuento cultural del 2012 (un resumen muy personal)

El primer día de un nuevo año es un buen momento para mirar atrás y hacer un resumen de algunos encuentros significativos que nos depararon los libros, los teatros, los cines, los discos y los museos. He aquí cinco experiencias culturales del 2012 que, por distintos motivos, fueron gratificantes para mí.

Un libro: Todo fluye, de Vasili Grossman (Debolsillo).

No sería exacto decir que este libro me gustó ni que lo disfruté. Más bien me estremeció de principio a fin, revivió en mí sensaciones y emociones que, con el paso de los años, se habían ido enterrando, relacionadas con la represión, la asfixia y la falta de libertad. Aunque sea un proceso doloroso, la recuperación de ese triste legado puede ser terapéutica, ya que pocas cosas hay tan peligrosas como el olvido y la mala memoria. Este libro –escrito por Grossman en la Unión Soviética de principios de los años 1960, cuando yo era un niño y aún no me había dado cuenta de que vivía en una isla-cárcel– me dolió intensamente, párrafo a párrafo, línea a línea, por su testimonio de la extrema violencia de los sistemas totalitarios. Nunca antes me había demorado tanto para leer un libro tan corto y de estilo tan sencillo. Cada vez que avanzaba una o dos páginas tenía que cerrarlo, respirar profundo, y concederme una tregua antes de seguir. Duro, pero enriquecedor.

Una obra de teatro: War Horse, versión teatral de la novela de Michael Morpurgo, adaptada por Nick Stafford y dirigida por Marianne Elliott y Tom Morris. Producción del National Theatre of Great Britain, presentada por el Lincoln Center Theater.

Uno se ha habituado tanto al teatro de pequeño formato, con contados actores y escasos elementos escenográficos, que el corazón se le acelera cuando disfruta de un espectáculo como este, que echa mano a un gran elenco y a un virtuoso despliegue de la tecnología escénica de punta para poner ante nuestros ojos una historia que es una celebración del amor entre los seres humanos y los animales, un emotivo alegato contra las guerras y, sobre todo, pura poesía visual. Interpretaciones, escenografía, vestuario y luces son de primera, pero lo que termina de dejar boquiabierto al espectador son los muñecos-caballos, a los que dan vida actores-manipuladores, concebidos por la Handspring Puppet de Sudáfrica. Al terminar la representación, uno siente que cada dólar que pagó por su ticket –y no fueron pocos, porque ver teatro en Nueva York es bastante caro– le fue devuelto, generosamente, en forma de fantasía y emoción estética.

Una película: Juan de los Muertos, de Alejandro Brugués.

Aunque en el 2012 vi películas de mayor complejidad artística y alcance, destaco de manera especial la comedia de humor negro Juan de los Muertos, una coproducción cubano-española con guion y dirección del cineasta cubano Alejandro Brugués. Disfruté mucho esta jocosa, desenfadada y certera metáfora que presenta a Cuba como una gran fábrica de zombies. Después de años viendo películas cubanas decepcionantes, esta logró un milagro que ya creía difícil: hacerme pensar que aún es posible un futuro promisorio para el cine de ficción nacional.

Un disco: Lioness: Hidden Treasures, de Amy Winehouse, publicado por Universal Island Records.

Las grabaciones reunidas en este CD completan (por el momento, nunca se sabe) el legado musical de la primera gran leyenda de la música pop del siglo XXI. Más allá de sus emblemáticos y enormes moños siempre medio deshechos, de sus tatuajes en brazos flaquísimos, de su adicción a las drogas y de sus escándalos públicos, Amy fue una rareza, una intérprete de las que ya no hay, una suerte de heredera espiritual de Billie Holiday y Janis Joplin. Este álbum póstumo lo deja claro, por si alguien tenía la menor duda de ello.

Una exposición: Century of the Child, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.

Un sorprendente recorrido por el diseño y el arte para la infancia, que comienza en los primeros años del siglo XX y concluye en nuestros días. La exhibición incluye desde diseños de ropa y de muebles escolares y domésticos, hasta juguetes, juegos, libros, marionetas, dibujos animados… Desde juegos para niños de kindergarten, hechos en Estados Unidos, Alemania y Holanda, basados en las teorías educacionales de Friedrich Froebel, hasta una instalación del británico Philio Worthington, concebida a partir de un sofisticado software interactivo que mezcla futurismo y figuras inspiradas en las marionetas de Java. Muy interesante la relación que se reveló entre ideología y lúdica infantil, especialmente en el Sakampf, un juego de mesa alemán de 1933, con la forma de la esvástica, que era distribuido por la Juventud Hitleriana para preparar a los niños para la guerra e identificarlos con los principios de la ideología nazi.La exposición incluyó todo tipo de tesoros y piezas curiosas, en un asombroso viaje a través del tiempo: una caja de caramelos con forma de diablo risueño diseñada por Václav Spála y producida en la Praga de 1908; ilustraciones del austríaco Oskar Kokoschka para una edición del cuento La bella durmiente impresa en Leipzig, en 1917; marionetas de madera y metal concebidas por la suiza Sophie Taeuber-Arp (bailarina de la escuela de movimiento de Rudolf von Laban y performer en las veladas de Dada) para un montaje del Swiss Puppet Theater en 1918; figuras de madera pintada, del artista uruguayo Joaquín Torres-García, de la segunda mitad de los años 1920; materiales educativos concebidos en 1926 por la peruana Elena Izcue para identificar a los niños de su país con sus raíces indígenas; pupitres diseñados por Jean Pouvé en 1946 y fabricados en Nancy, Francia; kimonos infantiles japoneses de 1930; ilustraciones de la finlandesa Tove Jansson para su libro Mumintrollet, de 1958… En fin, una exposición a la que puede otorgarse, con toda justicia, el adjetivo de excepcional, resultado del magistral trabajo de curaduría de Juliet Kinchin, del Departamento de Arquitectura y Diseño del MOMA.

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