Al leer el título de esta nota, probablemente te vengan a la mente los nombres de algunas de esas cantantes con vocecitas de helio que –¡milagros del mercadeo!– venden millones de discos y hasta reciben premios Grammy. Pero no, ninguna de ellas está a la “altura” de la gran Florence Foster Jenkins, a quien resulta imposible disputar el título de Peor Cantante de Todos los Tiempos.
Para empezar, hay que aclarar que la pasión de la Foster Jenkins no era la música popular, sino el bel canto. Desde niña deseó actuar en el Carnegie Hall de New York, como toda una diva, y, aunque sus condiciones vocales eran mínimas, por no decir nulas, lo logró gracias a su dinero y su tenacidad.
Nació en Pensilvania, en 1868, en una auténtica “cuna de oro”, pues su padre era un rico banquero. Como casi todas las niñas de la alta sociedad de su época, recibió lecciones de música, pero cuando a los 17 años le comentó a su padre que quería dedicarse profesionalmente al canto, este montó en cólera y se negó rotundamente a continuar pagándole las clases. En parte, supongo, porque no le haría ninguna gracia que su heredera se convirtiera en artista, pero, además, porque, a menos que fuera sordo, tenía que estar convencido de que la joven Florence no tenía futuro como cantante lírica.
Entonces Florence, que era de armas tomar, se fugó a Filadelfia con un joven médico y se casó con él. El matrimonio duró seis años, hasta 1902. Después de su divorcio, privada de recursos económicos, pues su padre se negaba a pasarle una mesada, se ganó la vida precariamente dando clases de piano. El gran amor de su vida fue el actor de teatro St. Clair Bayfield, con el que se casó en 1908, y quien se convertiría, más tarde, en su mánager. Porque, a pesar de que su primer esposo tampoco la había apoyado en sus aspiraciones, la tenaz soñadora no había renunciado a su idea de convertirse en una diva…
Cuando tenía 41 años, su padre murió y Florence recibió la herencia que le correspondía. Había llegado su hora, el momento que con tanta paciencia esperó. Contrató a los mejores maestros para recibir lecciones de canto y, gracias a su fortuna, pudo relacionarse con los círculos musicales más elitistas de Filadelfia y Nueva York. En esta última ciudad fundó, financió y presidió el Club Verdi.
En 1912 consideró que ya estaba, por fin, lista para conquistar al público melómano y hacerle la competencia a Frieda Hempel, Luisa Tetrazzini y otras grandes sopranos de coloratura de aquella época. Ese año dio su primer concierto, financiado con su propio bolsillo.
Aunque Florence no solía prodigarse mucho, conquistó fieles seguidores gracias a sus actuaciones en galas benéficas de organizaciones femeninas que se realizaban en ciudades como Boston, Washington, Newport y Saratoga Springs. Sin embargo, sus principales presentaciones eran unos recitales, sumamente exclusivos, que hacía cada año en el salón de baile del hotel Ritz Carlton de New York, a los que eran invitados admiradores, amigos, colegas y críticos. Ella misma se diseñaba los trajes que usaba en esas ocasiones (generalmente hacía tres cambios de vestuario), algunos de cuales incluían tules y alas de hada.
Florence tenía una dudosa afinación y era incapaz de sostener una nota musical, pero no podía discutírsele su buen gusto al elegir las arias, los lieder y las canciones de su repertorio: Mozart, Brahms, Verdi, Rachmaninoff, Delibes, Strauss… También interpretó composiciones propias. Llegado el momento del encore, su pieza predilecta era la famosa canción española “Clavelito”, de Joaquín Valverde. El público enloquecía cuando la entonaba moviendo un abanico y lanzando ramitos de claveles a sus admiradores. Cuenta la leyenda que una noche, en un rapto de emoción, les lanzó también la cesta donde llevaba las flores.
Su dicción cuando cantaba en alemán, francés, italiano y español era calamitosa, pero lo hacía con mucha pasión, convencida de su talento, ignorando las frecuentes risas del auditorio. Hasta su pianista acompañante habitual, Cosmé McMoon, no podía evitar reírse hasta las lágrimas al oír sus caprichosos trinos. Según un crítico musical contemporáneo suyo, más que cantar, la Foster Jenkins “cloqueaba”; otro la comparó con el del cuco de un reloj. Sin embargo, siempre recibía ovaciones al concluir sus actuaciones y estrellas como Enrico Caruso fueron muy deferentes con ella. Florence se tomaba los comentarios negativos con filosofía y solía comentar: “Podrán decir que no puedo cantar, pero nadie puede decir que no canto”.
En 1928, cuando tenía 60 años, falleció su madre y la carrera de Florence recibió un nuevo impulso financiero. Sin embargo, parte de su fortuna personal y del dinero que recaudaba en sus exitosos conciertos lo destinaba a ayudar a jóvenes artistas.
La consagración de Florence le llegó a los 76 años, cuando dio un recital, para complacer a sus fans, en el Carnegie Hall. Las entradas para esa función de gala del 25 de octubre de 1944 se agotaron con anticipación a los pocos días de ponerse a la venta. Y eso que costaban 20 dólares: una suma respetable en aquella época. La Foster Jenkins se había convertido en una leyenda y después de esa actuación ya podía morir tranquila y feliz, cosa que hizo un mes después, en su suite del hotel Seymour en Manhattan.
Lamentablemente, nadie filmó a esta excéntrica soprano durante sus actuaciones. Pero las grabaciones que hizo a principios de los años 1940 con la RCA Victor, para complacer a sus admiradores, nos permiten entender por qué se le recuerda como una mujer cuya gran pasión por el bel canto fue comparable con su falta de condiciones para interpretarlo… Yo también hubiera pagado aquellos 20 dólares por oír a Florence en el Carnegie Hall.
Para disfrutar de su inolvidable versión de la difícil aria de la Reina de la Noche de la ópera La flauta de mágica, de Mozart, haz clic aquí:
Buenisimo. Yo aprendí a adorarla desde la primera vez que la esucuhé.. Una historia fascinante. Imagino que MS debe divertirse mucho interpretandola. Gracias, Antonio Orlando.
Hace unos años, en una exposición llamada “Cultura basura” que se hizo en Barcelona, le dedicaban un apartado completo a esta leyenda del canto.
Curiosa variante del sueño americano… Con esos gritillos de la Reina de la Noche parece que se riera de todos. ¡Estupenda historia!
Qué interesante historia. Muy bueno el post. Gracias.
Y la verdad que cantaba mal la Florence, pero la medalla de la perseverancia la tiene bien merecida.
Saludos.
Y encima cantaba La flauta mágica jajaja. Pero hay que abonarle que luchó apasionadamente por su sueño, bueno, también contó con los medios económicos para realizarlo…
Una mujer asombrosa. Gracias por escribir sobre ella.
Increíble la historia de esta señora. Me encantó este artículo.
Alberto
Valparaiso
Qué mujer… de armas tomar… Me encanta que haya escrito sobre ella.
Que precioso espacio, muy agradecida! tu siempre
admiradora. Laura’
( No estaria mal animarme a estudiar ballet )
Una vida fuera de lo común y muy inspiradora. Quería cantar y bien o mal pero cantó. Brava!
he vuelto a oirla … me consuela.
Los fanáticos y las amistades ricas la aguantaban seguramente con tapones en los oídos. Es mejor escuchar a un grillo o a una rana. Como dice un dicho: “Dios le da carne al que no tiene dientes”.
de verdad verdadera 🙂
Muy buen post, Tony. Recuerdo aquella noche cuando nos hiciste escuchar varias piezas “cantadas” por la diva. Nos reímos hasta las lágrimas. Qué mujer tan alucinante.
Cumplió su sueño, eso nadie se lo puede quitar, a pesar de todos los detractores que pueda tener. Claro que esto hace pensar en la contraparte: la cantidad de talentos perdidos que debe haber en el mundo de todo orden de cosas por falta de recursos, tenacidad y oportunidades.(La escuché: no pude contener la risa; que malo)
increible … ¿cómo pudo? ¿es de verdad verdad?