Welles y “El Quijote”

Don Quijote es la mitad de España y Sancho la otra mitad. El hidalgo es el sueño español de la caballerosidad en toda su absurda maravilla. Es la locura llena de nobleza, de dignidad y de incorruptible galantería que ilumina el carácter español. Su escudero es la tierra española misma. Es todos los hombres que han vivido sobre esa tierra desde que se aró por vez primera. (Orson Welles.)

Si a algún director de cine se le puede aplicar, sin temor a equivocarse, el adjetivo de quijotesco es a Orson Welles (El ciudadano Kane, La dama de Shanghai). Excepto contadas excepciones, el rodaje de sus películas fue siempre una aventura comparable a las del ingenioso hidalgo de La Mancha. Si el personaje de Cervantes se enfrentó con los molinos de viento para dejar en alto su honor de caballero andante, Welles, decidido a hacer arte sin la incómoda supervisión de los productores de Hollywood, también tuvo que lidiar con obstáculos de todo tipo. Desde inversionistas que le fallaban en el último momento hasta actrices que se arrepentían de hacer el papel de Desdémona en su adaptación de Otelo. Una perenne falta de presupuesto lo obligaba a interrumpir sus filmaciones y no le quedaba otra alternativa que sumarse al elenco de películas de dudosa calidad, que lo reclamaban como actor, o dirigir algún documental para la televisión con tal de poder reunir el dinero que le permitiría sacar adelante sus proyectos personales.

El primer intento

Enamorado de España y de su cultura, Welles soñó siempre con adaptar al cine El Quijote. Por eso, cuando en 1957 el canal de televisión CBS le encargó un documental de media hora de duración, no dudó en proponer como tema la famosa novela de Cervantes. El rodaje comenzó en Ciudad de México y las escenas iniciales mostraban al propio Welles narrándole a una niña americana llamada Dulcie las aventuras del caballero y su escudero. Por cierto, el papel de Dulcie lo interpretaba Patricia McCormack, quien en 1956 había dejado perplejo al público al encarnar a una encantadora niña asesina en el thriller La mala semilla.

Los pasajes en los que aparecían el Quijote y Sancho fueron concebidos por Welles en el estilo de las comedias silentes. Para dar vida a los famosos personajes seleccionó a dos excelentes artistas. Francisco Reiguera, actor nacido en Madrid, pero enraizado en México, era el hidalgo ideal: alto, enjuto, demacrado, con una larga barba blanca y un inusitado ímpetu. El rol del escudero estaba a cargo de Akim Tamiroff, el versátil y carismático actor estadounidense de origen georgiano que también colaboró con Welles en Sed de mal, Mr. Arkadin y El proceso.

Según cuentan, Welles estaba tan entusiasmado con su Quijote que no se afectó mucho cuando los productores, después de ver las secuencias iniciales, decidieron cancelar el proyecto. El arreglo al que llegaron le permitiría usar el material filmado en una obra personal. Estaba decidido a prescindir del personaje de la niña y hacer algo más que un simple documental. El Quijote y Sancho hablarían. Recrearía sus andanzas. Tenía en mente todo un largometraje inspirado en la obra de Cervantes.

Pero… ¿y el dinero?

Un Quijote distinto

De forma intermitente, Welles se las ingenió para continuar rodando cada vez que reunía algo de dinero. Los fieles Reiguera y Tamiroff, enamorados también del proyecto, acudían a su reclamo siempre que el cineasta les avisaba que podían continuar. De esa manera siguieron filmando distintas escenas, hasta finales de los años 60, en locaciones de México, Italia y España. Habitualmente una película tiene un único director de fotografía; por la producción del Quijote de Welles pasaron, sucesivamente, siete. También utilizó cinco editores diferentes para montar algunas secuencias. Y mientras tanto, filmaba dos de sus grandes creaciones, también basadas en obras maestras de la literatura: El proceso (1963), sobre la novela de Franz Kafka, y Campanadas a medianoche (1966), adaptación de varias obras teatrales de William Shakespeare.

Según Audrey Stainton, quien fuera secretaria de Welles durante esta época, la relación del director con El Quijote era algo intensamente privado y personal, una suerte de “psicoanálisis secreto” de sí mismo. Su versión dista mucho de ser una adaptación fiel del texto de Cervantes: Alonso Quijano y Sancho Panza viajan por la España de Franco, son testigos de procesiones religiosas y de corridas de toros, y se admiran ante invenciones como la televisión.

Cuando a mediados de los 1960 un grupo de periodistas le hizo en el aeropuerto de Roma la consabida pregunta “¿Cuándo piensa terminar El Quijote?”, Welles explicó que se trataba de una película experimental, “casera”: el tipo de trabajo que a él le gustaba hacer. Y por último les aclaró que no tenía apuro por concluirla. “Cuando la termine, la estrenaré”. Quizás su falta de prisa tuviera relación con algo que expresó por esa época: “Don Quijote y Sancho no son marionetas; son libres, curiosamente independientes. Lo que me preocupa para poner fin a la película es que quizás el mundo moderno les destruiría. Y sin embargo no logro ver a Don Quijote destruido. Ése es mi problema”.

Y se arma el rompecabezas

Después de más de una década de rodaje, la muerte de los dos protagonistas paralizó definitivamente el proyecto. Reiguera falleció en Ciudad de México, en 1969, y Tamiroff en California, tres años más tarde. Orson Welles los sobrevivió hasta 1985 y, según parece, poco antes de su muerte estuvo revisando las escenas editadas del más quijotesco de sus filmes, con la intención de replanteárselo una vez más y sacarlo a la luz.

Hasta entonces El Quijote de Welles había sido una leyenda, una película de la que todos hablaban, pero sin saber con certeza de qué se trataba. Al año siguiente de la muerte del realizador, en el festival de cine de Cannes se estrenó una versión de 40 minutos de duración, preparada por el griego Costa Gavras con los negativos que pudo localizar con la ayuda de la Cinemateca Francesa. El público quedó admirado y sorprendido.

Pero no fue hasta 1992, durante la exposición mundial de Sevilla, que se pudo apreciar una versión más extensa, de 116 minutos, preparada por el español Jess Franco, quien había trabajado con Welles en la realización de Campanadas a medianoche. Para presentar esta nueva reconstrucción, hubo que realizar un trabajo de detective, pues los rollos filmados entre 1957 y 1968 estaban dispersos por distintos países.

Finalmente, Franco logró reunir decenas de cajas que contenían  más de 100 mil metros de película (un filme común y corriente tiene unos 3 mil metros de duración) y durante varios meses se dio a la tarea de armar el complejo rompecabezas. Para hacerlo, se guió por las instrucciones escritas que había dejado Welles. Aunque este montaje ha sido criticado por algunos, es un esfuerzo admirable. De acuerdo, no es exactamente la película que Welles tenía en su cabeza, pero al menos nos permite acercarnos a la originalidad, el humor y el humanismo de la lectura que hizo el más grande director de cine de todos los tiempos de una novela que, cuatro siglos después de su primera edición, sigue fascinando a lectores del mundo entero. Welles no trató de trasladar El Quijote al cine, sino que, por así decirlo, optó por llevar el cine al universo de El Quijote. Su aventura fílmica, sorprendente y quijotesca de principio a fin, es uno de los más sentidos homenajes que jamás se hayan rendido a la obra cumbre de Cervantes.

 

 

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