Mis hábitos de lectura han cambiado. A medida que pasa el tiempo, cada vez me comporto más como un lector monógamo y –si me apasiona– me mantengo fiel al libro que estoy leyendo hasta que lo termino.
Me sumerjo a profundidad en su universo, me enamoro o aborrezco concienzudamente a sus personajes, hago una puesta en escena de los escenarios en que transcurre la acción y, alguna que otra vez, cierro los ojos para visualizar determinado pasaje o paladear alguna frase que me tocó de una manera especial. Y si algún otro libro me hace guiños, algo que sucede con frecuencia, no me dejo seducir.
¡Qué tiempos aquellos en los que era un insaciable y despreocupado lector promiscuo que saltaba de las páginas de un libro a las de otro y enseguida a las de otro más, sin el menor inconveniente o remordimiento! En el pasado, me encantaba leer varios libros al mismo tiempo y entablar relaciones íntimas y simultáneas con todos ellos. Mientras más disímiles fueran en época, estilo y género literario, mejor. Iba de Raymond Chandler a Eliseo Diego, de Margarite Yourcenar a Terenci Moix y de Karel Capek a León Tolstoi sin el menor conflicto, sin sentimientos de culpa ni sobresaltos.
El caso es que sin percatarme de cuándo ni de cómo, ni entender bien la causa que lo motivó –si es que existió alguna causa–, se produjo algo que no sé si llamar metamorfosis o transición. Me he transformado en un aburrido y soso monógamo. En un lector que espera llegar al final de la relación sentimental con una obra literaria para dar inicio a otra.
¿Que si extraño los encantos de la prosmicuidad lectora? Pues, para serles sincero, sí, a veces recuerdo con nostalgia esas orgías literarias. Pero me gusta pensar que he salido ganando al entablar una relación más madura, de uno en uno, con los libros, y que esta nueva entrega incondicional tiene sutiles encantos de los que antes me privaba.
¿Será algo pasajero o definitivo? Es difícil saberlo. Por lo pronto, a veces he llegado al extremo de esperar prudentemente que pasen un par de días para olvidarme del libro que me cautivó y entregarme, libre ya de su recuerdo, distanciado de él, al próximo, al nuevo elegido.
¡Quién lo hubiera dicho! Honestamente: no me reconozco.
Creo que fui en sus comienzos monógama y con los años, la experiencia y la inquietud literaria me llevaron a la promiscuidad. Confieso también, ya que estamos en eso, que he hecho pausas cortas, pero pausas cuando he quedado prendada de un libro que me rehúso a terminar o sencillamente a aceptar que ya no seguiremos juntos. He tenido esos momentos maravillosos cuando su recuerdo está todo el día dando vueltas en mi cabeza y que apuro todo en mi día, para que llegue pronto el momento de volver a encontrarnos. Así es mi relación con los libros, con sus historias, con sus personajes, con sus autores, con todo lo que en ellos encuentro al sumergirme día a día, a ese mundo especial y maravilloso que solo conocemos los amantes de los libros.
Voy de la monogamia a la promiscuidad, por temporadas…
Lector promiscuo, cada vez más promiscuo.
Excelente. Y soy monógama.
Soy, sin ninguna duda, lo que aquí se califica como lectora promiscua. Aunque también tengo que reposar a menudo los libros terminados para que calen en mí y, a veces, me transformen… como el terrón de azúcar queda quieto entre los dedos dejando que el café que moja una de sus esquinas, termine de volverlo irreversiblemente marrón. Es una parte del proceso de leer curiosamente placentera que requiere una calma de cierto corte monogámico, pero que no todos los libros me exigen.
Lector promiscuo!! tengo la mesa de luz con cuatro libros, uno de pre siesta, otro para la noche y dos para tener a mano si mi estado de animo solo dá para cuentos zen de una hoja. La vida de un lector tiene tantos altibajos como la vida de una pareja y hay momentos en que la diversidad es el recreo necesario para volver otra vez al sosiego de la monogamia.