La pequeña y apacible Gibara –un pueblo del oriente de Cuba, junto al Atlántico– no llegaba a los 30 mil habitantes en el año 1929, cuando el periodista y tipógrafo Guillermo Cabrera y su esposa Zoila Infante trajeron al mundo a su primer hijo. Siguiendo la tradición, le pusieron el nombre del padre.
Probablemente la vida de Guillermo Cabrera Infante habría sido otra de haber permanecido en el sitio donde nació, pero a los 12 años se trasladó a la capital del país con sus padres, quienes estaban estrechamente vinculados al Partido Comunista. Es fácil imaginar el deslumbramiento que experimentó el niño al enfrentarse, de repente, a la cosmopolita y bulliciosa Habana de los años 1940. Su fascinación por la gran ciudad fue algo así como un amor a primera vista, una intensa relación que se prolongó durante el resto de su vida.
El recién llegado se propuso convertirse en un auténtico habanero y no tardó en conseguirlo. En la urbe, su gusto por la literatura y el cine se volvió una auténtica pasión. A los 18 años publicó su primer cuento, poco después ingresó en la Escuela Nacional de Periodismo y más tarde creó, con otros cinéfilos, la Cinemateca de Cuba. En 1954, se hizo cargo en la revista Carteles de la sección de crítica cinematográfica, que firmaba con el seudónimo G. Caín (esos artículos fueron reunidos, en 1962, en el libro Un oficio del siglo XX).
Como muchos otros jóvenes de su generación, Cabrera Infante apoyó la revolución popular encabezada por Fidel Castro, celebró su triunfo en 1959 y, lleno de optimismo, puso su entusiasmo y su talento al servicio de distintos proyectos culturales, en especial el suplemento cultural Lunes del periódico Revolución, del que fue uno de los fundadores. En medio de esa efervescencia, dio a conocer, en 1960, su libro de cuentos Así en la paz como en la guerra, que aumentó su prestigio en el mundo cultural cubano.
Sin embargo, su “luna de miel” con el régimen se deterioró rápidamente a partir de la censura del cortometraje documental P.M., dirigido por su hermano Sabá Cabrera Infante y por Orlando Jiménez Leal, acontecimiento que representó un duro golpe para la libertad de expresión de los creadores en la isla. El semanario Lunes fue cerrado y Guillermo Cabrera Infante pasó a convertirse en una figura algo incómoda para las autoridades revolucionarias, que, para mantenerlo alejado de La Habana, lo nombraron agregado cultural en Bélgica en 1962 y, luego, encargado de negocios en ese país y en Luxemburgo.
En 1964, mientras seguía representando al gobierno cubano en Europa, Cabrera Infante obtuvo el premio Biblioteca Breve de Seix Barral con su novela Tres tristes tigres, que aún no se titulaba así. Un año después, regresó por poco tiempo a La Habana para asistir a los funerales de su madre y tomó la decisión de marcharse definitivamente de la isla y de cortar los vínculos que lo unían con el régimen. Ese fue el inicio de cuatro décadas de exilio en las que Cuba, su cultura y la defensa del derecho de su patria a la libertad fueron temas recurrentes en su producción literaria.
Envidio sanamente a los lectores que leerán por primera vez Tres tristes tigres, el más celebrado libro de Cabrera Infante. Tendrán el privilegio de emprender un viaje lleno de sorpresas y descubrimientos, de ser partícipes de una aventura que renovó la literatura hispanoamericana.
Tres tristes tigres es una de las más jubilosas celebraciones del lenguaje que se hayan concebido nunca, una auténtica fiesta del “idioma cubano” que explora, con una audacia y un desenfado mayúsculos, las relaciones entre oralidad y escritura. Pocos autores, de Lewis Carroll a la fecha, se han divertido tanto jugando con las palabras. Los retruécanos y las transgresoras asociaciones lingüísticas de Cabrera Infante nos conducen de la hilaridad a la ternura y el estupor.
Por TTT (así, para abreviar, solía llamar el creador a su obra cumbre) desfilan, como en las abigarradas y sudorosas comparsas del carnaval habanero, decenas de personajes entregados, en su mayoría, a gozar de la dolce vita tropical. Sin embargo, ninguno de ellos logra arrebatarle el protagonismo al gran “héroe” de la novela: el lenguaje. Cabrera Infante recrea magistralmente las voces de cada una de sus criaturas y logra que la narración transite, con gran desenfado y autenticidad, por las formas populares del habla cubana (donde hay cabida para los “polque éta que etá aquí” y los “¿Qué testaba disiendo?”) y también por sus registros más cultos.
Este es un libro sobre una Habana nocturna, insomne e irrepetible, que ya no existe y que sólo podemos recuperar a través del recuerdo de quienes la vivieron con una intensidad casi demencial. Cronista de un mundo que conoció de primera mano, el de la bohemia de fines de los años 1950, Cabrera Infante se dio a la tarea de evocarlo en estas páginas con la certeza de que estaba condenado a la extinción. (No era una sospecha infundada: ese era el mundo del que –en su periferia menos sofisticada– daba testimonio el controvertido documental P.M.) De ahí que el autor no dudara en definir Tres tristes tigres como una suma de todo lo que iba a desaparecer.
La atrevida estructura de la novela –que conserva lozana la capacidad de sorprender de que hizo gala en 1967, cuando vio la luz– no propone al lector una trama de carácter lineal. Más bien lo convida a dejarse arrastrar por un torbellino de voces que, aunque al principio resulta un tanto desconcertante, termina engarzando sus piezas, como si se tratara de los pequeños azulejos de un mosaico, para dibujar con precisión un espacio y un tiempo fascinantes: La Habana en vísperas del triunfo revolucionario. Nada menos que el final de una época y el preámbulo de otra. Códac, Cuba Venegas, Silvestre, Magalena, Arsenio Cué, Vivian Smith Corona, Eribó, Irena, Bustrófedon y otros personajes aparecen en distintas piezas del puzzle, como convocados por el chasquido de los dedos de un mago, y nos permiten atisbar la compleja red de historias personales y de interrelaciones que conforman sus vidas.
Cabrera Infante se inspiró en la cocinera-bolerista Fredesvinda García Valdés (una leyenda de la música cubana, que alcanzó notoriedad con el nombre de Freddy) para crear a La Estrella, el personaje emblemático de su narrativa. Esa negra humilde y poco agraciada, de talento y de gordura fuera de lo común, que alguien describe cruelmente como “la prima de Moby Dick”, es uno de los pilares de TTT. Símbolo de una época y de un modo de vivir que rendía culto a la noche, La Estrella deambula por los bares y los cabarés de la ciudad, codeándose con una variopinta fauna de artistas, borrachos, drogadictos, prostitutas, travestis, políticos y “buenos para nada”, e interpreta sus canciones con una intensidad sólo comparable al deseo de placer y diversión que mueve a quienes la escuchan cantar.
En este ambicioso ejercicio de subversión y de irreverencia literaria, el creador se permite todo tipo de bromas: desde páginas en blanco hasta escritura espejo. Cabrera Infante era un humorista de altos kilates y, en especial, un maestro de la parodia. Nadie lo pondrá en duda después de leer el segmento titulado “La muerte de Trotsky referida por varios escritores cubanos, años después –o antes”, donde imagina, haciendo gala de un mimetismo desacralizador, cómo pudieron haber referido el asesinato del líder ruso autores como José Martí, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Lydia Cabrera, Lino Novás Calvo, Alejo Carpentier y Nicolás Guillén. Una clase magistral de virtuosismo de estilo. Esa afición tan cubana por el choteo y lo paródico será retomada por Reinaldo Arenas, otro gran narrador de la isla, en algunas de las mejores páginas de El color del verano (1991).
Pródiga en alusiones literarias y cinematográficas, TTT es también una suerte de homenaje a la música de Cuba, a sus sones y boleros, a sus grandes compositores e intérpretes. Por sus páginas deambulan, tocando el piano, golpeando los cueros de los tambores, haciendo sonar sus trompetas o cantando hasta altas horas de la madrugada, figuras como Benny Moré, El Chori, Félix Chapottín, Frank Emilio, Elena Burke, Rolando Laserie y Las Capellas, junto a otras que apenas conseguimos entrever, como presencias espectrales, en medio del denso humo de los cigarrillos que llena los salones del Nacional, el Capri, Las Vegas, el Sierra, el Saint John, La Zorra y el Cuervo, el Club 21, el bar Celeste, El Escondite de Hernando y un sinfín de “templos” de los noctámbulos habaneros.
Guillermo Cabrera Infante recomendaba leer esta, su obra maestra, de noche. Me permito añadir a esa sugerencia otra más: unos minutos antes de adentrarte en Tres tristes tigres, pon en tu equipo de sonido un buen disco y escucha la música que hacía furor en Cuba en 1958. (Si consigues una grabación de Freddy cantando “Noche de ronda” o “Debí llorar” con su inverosímil vozarrón de contralto, mejor que mejor.) Después, apaga el equipo y empieza a oír otro tipo de música: la que componía Cabrera Infante al colocar una palabra al lado de la otra, con un admirable sentido del ritmo y la cadencia. El gran evocador de la noche habanera irá desgranando sus frases con la misma pasión con que La Estrella interpretaba sus boleros: “del corazón a los labios y de la boca a tu oreja”…
(Introducción que escribí, a solicitud de la editorial Rayo/HarperCollins para la edición en español de Tristes tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, Nueva York, 2008.)
Me tentaste. Llegó la hora de releerlo.
“Asi en la Guerra Como en la Paz” cayó en mis manos acabado de salir en 1960. Enseguida comprendí el valor de su autor. Guarde el libro en mi biblioteca hasta que salí de Cuba.