Súbanse en una máquina del tiempo y trasládense hasta la Cuba de principios de los años 1960. Eso sí, no se les ocurra bajarse, limítense a observarlo todo por las ventanillas (no vaya a ser que el aparato se estropee y se vean obligados a quedarse en ese lugar y en esa época).
Pues bien, en aquellos años a todas las escuelas públicas de la isla les cambiaron los nombres. En la mayoría de los casos escogieron nombres de próceres de la guerra de independencia y de mártires de la Revolución. También de países del “hermano campo socialista” y de repúblicas latinoamericanas.
Cosa curiosa, por no decir muy rara: a mi escuela, donde estudié desde el primero hasta el sexto grados, le pusieron por nombre Albert Einstein.
A la entrada de la escuela, junto a la bandera nacional, había colgado un retrato de Einstein. Pero no uno común y corriente, como indicaría la más elemental cordura, sino el que he reproducido al inicio de esta nota. Un retrato que no se parecía en nada a los que ostentaban otras instituciones. Supongo que los pobres maestros de mi escuela no encontraron otro y tuvieron que echarle mano a ese, para evitar incumplir severas directivas que les llegaban “de arriba”. Así que cinco días a la semana yo pasaba por al lado del retrato de Einsten y a menudo me preguntaba quién diablos sería aquel viejo loco y por qué nuestra escuela llevaba su nombre. Y también: ¿a quién diablos le estará sacando la lengua?
Nunca, durante todos los años que asistí a sus aulas, ningún maestro me explicó quién era Einstein ni muchos menos el porqué de su irreverente sacada de lengua. Recuerdo que en una oportunidad un alumno sabihondo (“abelardito”, les decíamos nosotros) me comentó que ese tipo despeinado, que se burlaba de todos con el mayor desparpajo, había sido el inventor de la bomba atómica. (Por entonces en Cuba mucha gente creía, erróneamente, que el ganador del Premio Nobel de Física de 1921 había trabajado en la creación de esa arma mortífera; lo más grave es que aún hoy, en muchos sitios, se sigue creyendo y repitiendo esa patraña).
Llevaba mucho tiempo sin ver esta vieja foto de Einstein, inseparable de mis recuerdos de infancia, de la que tanto nos reímos (en secreto, para no ser regañados) mis compañeros de clase y yo. Volví a encontrarla hace poco, en uno de los stands de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, y no resistí la tentación de capturar la imagen.
Ahora me pregunto si, al posar de esa forma irreverente ante la cámara, Einstein no estaría burlándose de la solemnidad y la aburrida gravedad con la que pretende asociarse a los genios. ¿Estaría harto de que lo tomaran tan en serio? ¿O simplemente en el momento en que el fotógrafo hizo clic ya tendría algún tornillo suelto?
Fue un gran privilegio tener en la entrada de tu escuela una foto tan inhabitual e irreverente de un hombre caracterizado por su inteligencia, su imaginación, su rigor intelectual y su altura ética. Cuando uno conoce tu carácter y tu obra, no puede resistir a la tentación de ver una influencia misteriosa (puesto que nada sabías de ese “Viejo loco”). El espíritu Einstein, transformado en literatura, te deslizó sin dudas en ti.
¡Qué cosa tan loca que esa fuera la foto!
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Besos.
El visitó la Habana por pocas horas, lo recogieron en el puerto a donde llegó para una escala y lo trasladaron a la Academia de Ciencias de la Habana (Cuba e/ Teniente Rey y Amargura), donde dio un discurso magistral.
No se si sabes que era daltonico. Es uno de mis personajes favoritos.
La verdad es que creo que se trató de una combinación de todas esas cosas. A mí siempre me ha gustado pensar que los genios en todas partes necesitan no tomarse en serio a veces, filosofar, fantasear, para que de ahí salgan esas ideas visionarias que el resto de los mortales no alcanzamos a imaginar hasta que ellos no las traen a colación. Saludos para tí. Me encantó este post. – Anja
Un beso, Anjanette.