Mis hábitos de lectura han cambiado. A medida que pasa el tiempo, cada vez me comporto más como un lector monógamo y –si me apasiona– me mantengo fiel al libro que estoy leyendo hasta que lo termino.
Me sumerjo a profundidad en su universo, me enamoro o aborrezco concienzudamente a sus personajes, hago una puesta en escena de los escenarios en que transcurre la acción y, alguna que otra vez, cierro los ojos para visualizar determinado pasaje o paladear alguna frase que me tocó de una manera especial. Y si algún otro libro me hace guiños, algo que sucede con frecuencia, no me dejo seducir.
¡Qué tiempos aquellos en los que era un insaciable y despreocupado lector promiscuo que saltaba de las páginas de un libro a las de otro y enseguida a las de otro más, sin el menor inconveniente o remordimiento! En el pasado, me encantaba leer varios libros al mismo tiempo y entablar relaciones íntimas y simultáneas con todos ellos. Mientras más disímiles fueran en época, estilo y género literario, mejor. Iba de Raymond Chandler a Eliseo Diego, de Margarite Yourcenar a Terenci Moix y de Karel Capek a León Tolstoi sin el menor conflicto, sin sentimientos de culpa ni sobresaltos.