Érase una tía solterona llamada Jane y de apellido Austen que, cosa bien extraña en la rígida Inglaterra de principios del siglo XIX, en lugar de entretenerse bordando, zurciendo los calcetines de sus seis hermanos varones, tomando té con pastelillos o chismeando con su hermana Cassandra (¡otra que se quedó para vestir santos!), ocupaba sus ratos de ocio en escribir novelas.
Las escribía en papeles que pudieran ser ocultados con rapidez en caso de que se acercara alguien ajeno a la familia, en una habitación con puerta de goznes chirriantes que le advertían la proximidad de los curiosos. Y es que en aquella época no se veía con buenos ojos que las damas se dedicaran a semejante pasatiempo. Un intelectual coetáneo de la tía Jane lo enunció sin paños tibios: “Siento aversión y desprecio por todas las hembras escritoras. La aguja, y no la pluma, es el único instrumento que manejan con habilidad”.