Súbanse en una máquina del tiempo y trasládense hasta la Cuba de principios de los años 1960. Eso sí, no se les ocurra bajarse, limítense a observarlo todo por las ventanillas (no vaya a ser que el aparato se estropee y se vean obligados a quedarse en ese lugar y en esa época).
Pues bien, en aquellos años a todas las escuelas públicas de la isla les cambiaron los nombres. En la mayoría de los casos escogieron nombres de próceres de la guerra de independencia y de mártires de la Revolución. También de países del “hermano campo socialista” y de repúblicas latinoamericanas.
Cosa curiosa, por no decir muy rara: a mi escuela, donde estudié desde el primero hasta el sexto grados, le pusieron por nombre Albert Einstein.
A la entrada de la escuela, junto a la bandera nacional, había colgado un retrato de Einstein. Pero no uno común y corriente, como indicaría la más elemental cordura, sino el que he reproducido al inicio de esta nota. Un retrato que no se parecía en nada a los que ostentaban otras instituciones. Supongo que los pobres maestros de mi escuela no encontraron otro y tuvieron que echarle mano a ese, para evitar incumplir severas directivas que les llegaban “de arriba”. Así que cinco días a la semana yo pasaba por al lado del retrato de Einsten y a menudo me preguntaba quién diablos sería aquel viejo loco y por qué nuestra escuela llevaba su nombre. Y también: ¿a quién diablos le estará sacando la lengua?